30.12.06

Relatos Agónicos
de Leonardo Huebe

Colección Cuentos
La Pecera
Editorial Martín, 2002
ISBN 987-543-017-8




Contenido:

QUASIMODOS Y GAVIOTAS (EL REMITENTE)



ROSAS ROJAS
LA MANO DE DIOS
INSOMNIO
PREPARATIVOS PARA LA MISA DE LAS ONCE
CRÓNICA DETALLADA PARA LA PRENSA AMARILLA
ENTRE DOS MUNDOS
EN LA BOCA DEL DIABLO
LA DANZA DE LA FORTUNA
LA MADUREZ DE JUAN LUPO
LOBO ESTÁ
TEDIÓBELOS
EL MÁS EMPECINADO DE TODOS
LA LEY DE LA GRAVEDAD
PRESAGIO
VOLVER
EL RITO
HISTORIA DE UNA ETERNIDAD
ALICIA EN LA TELA DE ARAÑA
: Y SI YA NO HAY ESPERANZA, DOCTOR, HAGA LO NECESARIO PARA QUE SU ALMA DESCANSE EN PAZ



QUASIMODOS Y GAVIOTAS (EL DESTINATARIO)







Digo que soy un hombre, pero
¿quién es el otro que se oculta en mí?

(“El dios Pan” A. Machen)


QUASIMODOS Y GAVIOTAS
(EL REMITENTE)

La luz amarilla de la lámpara inundaba el comedor con un aire de luminosidad santa. Quitó el polvo que cubría los adornos de la biblioteca y se quedó unos minutos leyendo los nombres de los autores impresos en los cientos de volúmenes apilados: ya había perdido la esperanza de encontrar el suyo confundido en los estantes.
Fue hasta el dormitorio y abrió el ventanal: aire fresco; tejados sucios; los títulos voceados de la edición vespertina de “El Heraldo”. Observó al hombre en el departamento de enfrente y lo vio escribir con avidez. Sin pensarlo más, se dirigió a su mesa de trabajo. En el ángulo superior derecho de una hoja colocó el nombre del destinatario:


La razón por la que le envío esta carta es la de remitirle unas páginas que pueden llegar a ser de su interés. Debo aclararle que no lo hago por admirar su obra literaria (en realidad, ni siquiera me preocupé por saber si existe). No; lo hago por sospechar que sólo así dejará de molestarme la imagen de los vecinos comentando los detalles de mi inevitable caída. O, para ser más preciso, que sólo así dejarán de resonar en mi cabeza las tonalidades de sus risas morbosas, provocadas por la ridiculez de mis miembros quebrados (¿de mis miembros quebrados como fósforos quebrados?) contra la vereda o el asfalto.
La historia que voy a contarle es simple: cierta tarde, mientras retiraba unos trastos abandonados en la baulera, encontré un antiguo alhajero que contenía las tres páginas humedecidas que aquí le anexo. En ellas, una mujer narra ciertos pormenores de la vida de otra mujer, la cual habitaba el departamento ubicado frente al ventanal del cuarto que uso como dormitorio. Sin reparar en la infinidad de bosquejos incinerados durante los últimos años, creí que ese hallazgo sería la base de una gran novela. Pero, a pesar de mi férrea abnegación y de la tremenda cantidad de horas dedicadas, lo único que logré fue alimentar el fuego de los leños con unas pocas carillas sin trascendencia. Persuadido de mi ineptitud, me propuse no permitir que terminasen olvidadas en algún armario, y después de mucho cavilar me decidí a enviárselas.
Anhelando que sean de su provecho, lo saludo con la mayor atención.


“Sí, sólo con eso me alcanza, con la fugacidad de tu pelo como humo de leña, con la medialuna de tu cuerpo asomado tras el toallón que te cubre y descubre en una adivinanza excitante, con tu atraso en descorrer el velo, la malla que me da el derecho de gestarte, de intentar desentrañar el acertijo representado en tu ventana; me hace falta tu forma inconsciente, mi ya Quasimodo, tu ya gaviota, dejar de lado la cadencia de tu voz en los Buenos días del mercado, las letras del abecedario que conjuran tu nombre, las fotos embutidas en el marco del espejo que caprichoso y distante refleja tu rostro, obviar, descartar lo que no perdura y atrapar lo que es eterno, lo que a esta hora y desde este lugar siento que nos pertenece

el caos escondido bajo la agónica quietud de tu brazo apoyado en el respaldo del sillón, incita, alerta mi espera: este hueco insoportable relleno de desvaríos que se entrelazan cabalgando sobre caras, sonrisas, palabras, frases, navidades, tinto espumante y la espera, hasta que el péndulo oscile nervioso dislocando una tormenta universal que arrastre estrellas en parábolas e hipérbolas fulgurantes, y, entonces sí, una grieta, una chispa, un volver desgarrando y ser alfombra, cuadros, florero, televisor, revista de modas, baño, cocina, pared con tapiz catamarqueño, ser resaca de sueño, ser la promesa legañosa de buscar algo que duela, algo que aplace el final de la farsa, de la rutina lineal, perpetua, de la sangría del tiempo nulo, del estado de coma en los relojes, del comienzo a las siete, desayuno y obituario y repetir, apenas respirando, apenas latiendo, siempre la misma pantomima

o

buscar algo que aplace el principio, que aplace el descorrer de la cortina para que esos límites de nada que se ondulan, se estrechan, fusionan y corrompen de mil maneras sean la mujer del vestido claro acodada en el balcón, sean mis labios, tus ojos, mi lunar en el borde del pubis asfixiado de tanto elástico y seda, sean la mujer descorriendo la cortina con la mirada fija en la que enfrente se observa, ver, verse y acercarse al vacío, comprender que el balcón es puente, que el ventanal es plataforma, que más allá del asfalto y el golpe y los huesos de mis piernas como fósforos quebrados habrá una interminable cadena de recuerdos, una serie de fotografías superpuestas y un decorado de tela y cartón para que vivas mi vida, la nuestra, la que a partir del momento en que tus manos me avisen que debo abrir la jaula, sentiremos que nos pertenece.”




ROSAS ROJAS

El Coyote está parado en el risco, justo sobre la curva de la ruta. Se esfuerza por abrazar una enorme roca y tiene la mirada clavada en el vacío. Con paciencia de ajedrecista, espera a El Correcaminos. Ambos estamos en la misma condición: alertas y esperando. Son las cuatro de la mañana, y Cintia, mi esposa, aún no ha llegado. Apoyo la cabeza en el respaldo del sillón e intento relajarme. Cierro los ojos, pero imagino que si me distraigo las rosas rojas que trajo ayer reptarán hacia mí para envenenarme con sus espinas, así que vuelvo a abrirlos. Ahora, El Coyote cae por el precipicio. Sus rasgos delatan cierta satisfacción por el modo trágico en que se desarrolla su presente. Apago el televisor: ver el impacto me afectaría.
A través del ventanal observo como crecieron los ligustros. Pienso en mi esposa. Cintia tiene a su cargo la sección “Locales: Ventas y Alquileres” de Arreola y Rey Propiedades. Pasadas las dos, llamé allí por teléfono, preocupado por su tardanza. El sereno, con vos de entender lo que sucedía, me informó que los empleados diurnos se habían retirado en el horario habitual. Cerca de las tres, estuve a punto de llamar a la policía, pero recordé al sereno de la inmobiliaria y no me animé.
Hace ocho meses me despidieron del trabajo. Asimilé bien esta situación. Me sentía tranquilo porque con el sueldo de Cintia nos sobra para vivir. Nada hubiese ocurrido si una tarde, en casa de mis suegros, mi cuñado no me hubiera dicho: “Te felicito de corazón. Debés ser el único tipo del planeta al que no le calienta vivir del hueso que le tira su mujer”. Esa frase me enfureció, y comencé a buscar un empleo con fanatismo. Las semanas pasaron, y las entrevistas (mezcladas con el fastidio de los entrevistadores) lograron deprimirme. Además, me afligía notar que las palabras alentadoras de mi esposa ocultaban esa lástima arrogante que nos producen las personas desgraciadas o con la peor de las suertes. Para colmo de males, en una fiesta Cintia me presentó a Roberto Rey. Fue un encuentro breve, pero en ese instante descubrí entre ellos gestos de una familiaridad que me resultaron reveladores. Lógicamente, no me sentí en condiciones de pedirle a Cintia una explicación; tampoco se la di cuando dejé de buscar un empleo. Creo que ella tomó esta nueva circunstancia con alivio.
Afuera, el paisaje es casi tenebroso. Ni siquiera una ráfaga de viento moviliza las sombras de los ligustros. Antes de que Cintia regrese me gustaría quemar las rosas rojas y esparcir las cenizas sobre nuestra cama. Imaginando el olor a caramelo de los pétalos encendidos, me levanto para estudiarlas desde una perspectiva diferente. Me pregunto si será mejor el horno o la bencina. Sabiéndolas traicioneras, me acerco a ellas con cuidado: las huelo sin placer.


LA MANO DE DIOS

El frío de aquí es igual a la suma de todos los fríos que he sentido durante cada invierno de mi vida, pienso mientras abandono el aeropuerto de Kirkwall.
Subo a un taxi y le entrego al chofer un papel con la dirección de La Negra. Nos unimos al tráfico de una avenida flanqueada por fábricas, depósitos, terrenos baldíos y oscuros restaurantes.
El chofer me pregunta algo que no entiendo, así que le contesto argentino; AR GEN TI NO. Maradona, exclama él, y me muestra el puño izquierdo, significando el gol que Diego le hizo a los ingleses con la mano.

Toco el timbre de una casa que parece un hospital. Espero. La puerta se abre. Es Olaf, el vikingo. Hola, podrían haber ido a recibirme, le digo. Olaf hace un gesto neutro con la cabeza y alza mi valija. Atravesamos una recámara angosta y pasamos a un comedor cargado de muebles antiguos y adornos navieros. Sin pedir permiso me dejo caer en un sillón.

-¿Viajaste bien? -me pregunta La Negra.
-Si, bárbaro. Y vos, ¿andás bien?
-Si, bien; tratando de acostumbrarme al frío -contesta.
Busco a Olaf con la mirada. Está leyendo un libro junto al fuego del hogar. Rápidamente evalúo los muebles. Son caros, concluyo; debería haberle cobrado quince mil.
-La idea de mandarte el pasaje fue de Magnus -se apresura a aclarar La Negra.
-¿Para qué?
-Pensó que te gustaría ver a tu hijo.
-¿Dónde está Martín?
-Atrás de aquel armario.
No me atrevo a enfrentarlo.
-¿Y qué hace ahí?
-Se esconde. No le gusta que nos visiten desconocidos.
Sutileza de Cadena Caracol, pienso. Luego, digo:
-Así que Olaf te trata bien.
-No me puedo quejar. No fue tanto lo que pagó.
-Vos sabés que necesitaba esa plata. Vos sabés que la necesitaba.
-No te preocupés. Acá estoy mejor que en Cabo Grande. Martin va a un buen colegio, no tiene, como yo, problemas con el idioma y Magnus le abrió una caja de ahorro con doce mil quinientas libras, para cuando sea mayor y vaya a la universidad.
-¿Doce mil quinientas libras?
-Veinte mil dólares.
-Soy un boludo -digo.
La Negra asiente con la cabeza.

Olaf me entrega la tarjeta de un hotel donde tengo reservada una habitación, y un pasaje con destino a Buenos Aires. Está sin fecha, me susurra La Negra, lo podés usar hoy.

El taxi desanda la avenida en dirección al aeropuerto. Comparo el Martín con el Martin, y noto que la diferencia es mínima. Vuelvo a compararlos, y ahora siento que la diferencia es infinita.
El chofer, en algo parecido al castellano, me pregunta de que país soy. Pienso. Del de los vivos contesto, y, cansado, cierro los ojos.


INSOMNIO

Las agujas del reloj marcan las tres y cinco de la mañana. Estoy en la cama, fumando. Beatriz, mi esposa, duerme con la cabeza apoyada en mi pecho. Yo tengo el brazo izquierdo estirado sobre el borde superior de la almohada; comienzo a sentir los primeros pinchazos de un calambre. Apago el cigarrillo, empujo con suavidad el torso de Beatriz y me levanto. Con el pie tanteo el piso en busca de mis calzoncillos; los encuentro bajo la mesa de luz. Me los pongo y abandono la habitación.
La farola del jardín apenas ilumina el pasillo que, a un lado, comunica con el baño y, al otro, con la cocina. Camino hasta el ventanal del comedor y observo la casa de enfrente: es la de nuestros amigos, los Gastaldi. Ignacio es cirujano plástico; Ana, su esposa, pertenece a la Asociación de Mujeres Cristianas. ¿Lo sabrá Ana? Yo creí que no me interesaría conocer las razones, pero hoy, antes de que hiciéramos el amor, le pregunté a Beatriz: ¿Por qué?
Quizá, dentro de cuatro o cinco horas, llame al banco para dar parte de enfermo. El trabajo de cajero requiere mucha tranquilidad, y después de una noche de insomnio y de soportar este calambre creo que será mejor no ir. Hubiera sido más conveniente quedarme callado. Ignacio me consiguió el puesto en el banco, y me alquiló esta casa sin pedirme adelanto de dinero ni garantía propietaria. Pienso en Beatriz. También pienso en Ignacio.
Masajeándome el brazo izquierdo, giro y me dirijo al baño. Abro las llaves de la ducha y espero a que se entibie el agua. Me paro delante del espejo y, con una mueca estúpida, pregunto: ¿Por qué? Sorprendido, siento que el dolor del calambre se agudiza y amenaza con inmovilizarme medio cuerpo. Me apoyo en el botiquín; un frasco de colonia cae y estalla contra el piso. Escucho la voz intrigada de Beatriz, que desde la cama quiere saber si estoy bien. Permanezco en silencio, al igual que ella antes de besarme el cuello, quitarme los calzoncillos y patearlos debajo de la mesa de luz.



PREPARATIVOS PARA LA MISA DE LAS ONCE

Son las diez de la mañana. Me siento en la cama, pongo los pies dentro de las pantuflas y me aliso el camisón. En algún lugar de la planta baja, Roberto, mi marido, le ordena a Mónica, la mucama, que le sirva otro té. Hoy debemos ir a la misa de las once, y luego tenemos programado un almuerzo con un representante del bloque de concejales por la Unión Central.
Voy hasta la ventana y corro las cortinas. En el parque, junto a la escalerilla de la piscina, duerme el doberman que nos regaló el Padre Cristóbal, obispo de Cabo Grande. Puro, hijo de campeones, nos dijo apenas lo trajo, háganle cortar las orejas y la cola así parece más malo de lo que es. Pero Roberto no le hizo caso. Debe ser porque cree que la maldad, al igual que la hipocresía, surte mayor efecto cuando es inesperada. Roberto dice que hoy le ofrecerán postularse a la intendencia. Estoy segura de que si se lo propusiera llegaría a ser Presidente de la Nación.
Me dirijo hacia el baño. Las ganas de orinar me hacen doler el bajo vientre. Mientras abro las llaves de la ducha, me observo en el espejo del botiquín: alrededor de mis ojos las arrugas se han profundizado. Roberto me ha dicho que pida una cita con el doctor Gastaldi. Estás dañando mi imagen, argumentó. Me quito el camisón y me paro debajo del agua tibia.
Comienzo por enjabonarme el cabello con un pan de jabón Federal, al que mi marido es alérgico. Analizo el modo en que se fueron desencadenando los hechos, y la sagacidad de Roberto vuelve a admirarme. En vida, mi padre había preparado a Edgardo, mi hermano mayor, para que lo sucediera al frente de la inmobiliaria. Pero al morir, en su caja fuerte encontraron un testamento en el cual le legaba todo a mi marido. Yo me había casado con él hacía muy poco tiempo, y el escándalo familiar fue enorme. Edgardo intentó dejar sin efecto ese testamento. Roberto manejó aquella situación con lucidez. Yo, para no empeorar las cosas, no le comenté a nadie que mi padre, dos días antes de su muerte, me había dicho que dejaría la inmobiliaria en manos de Edgardo. Y mi padre nunca me mentía.
Bajo la cabeza y me enjuago el cabello; sólo con los muslos muy apretados logro contener las ganas de orinar. Ahora, con el jabón Federal me froto el cuerpo; siento su rispidez abriendo mis poros, su olor amargo perfumándome la piel. Como cada domingo, en este preciso instante escucho el tono de amabilidad comercial en la voz de Roberto, conminándome a salir rápido del baño porque estamos retrasados. Aliviada, le contesto que ya terminé. Es el momento en que me gusta separar las piernas, imaginar su rostro entre mis pies y con un movimiento brusco del abdomen dar inicio a mi propia misa; a mi propia ceremonia.



CRÓNICA DETALLADA PARA LA PRENSA AMARILLA

La señorita Mónica Paez, argentina, de veintidós años, sube al micro ómnibus número once de la línea cincuenta y nueve en la parada de Independencia y Loyola. Bajo una campera de cuero negro viste un ajustado pantalón blanco y una polera rosa. En una bolsa de papel marrón lleva una docena de vigilantes, de los que siempre le compra a su madre cuando le hace una visita.
El conductor del micro ómnibus ‑Rodolfo Allegro, argentino, de cuarenta y ocho años‑ es el propietario de la unidad. Mientras le entrega el boleto, mira con insistencia a la señorita Paez.
En la primera fila de asientos dobles viajan un anciano calvo y una mujer de batón amplio. En el individual viaja un hombre joven de barba desprolija y anteojos.
En la segunda fila de asientos dobles viajan dos monjas de cofia y vestido gris. En el individual viaja un hombre mayor de mameluco engrasado.
En la tercera fila de asientos dobles viaja un adolescente de uniforme escolar; a su lado no viaja nadie. En el individual viaja una mujer embarazada.
En la cuarta fila de asientos dobles no viaja nadie. En el individual viaja una mujer de falda y chaleco verde.
En la quinta fila de asientos dobles viajan dos mujeres maduras con ramos de flores en sus manos. En el individual viaja un adolescente con walkman.
En la sexta fila de asientos dobles viajan dos policías. En el individual no viaja nadie.
Tampoco viaja nadie en el séptimo asiento individual.
Detrás, en el asiento quíntuple, viajan cinco hombres jóvenes cargados de instrumentos musicales.
La señorita Paez ocupa el séptimo de los asientos individuales.
Parada de Independencia e Irala. Bajan los dos policías. Sube una mujer gorda con una bolsa de red llena de verduras. Ocupa el sexto asiento individual.
Parada de Independencia y Ayolas. Por la puerta delantera bajan el anciano calvo y la mujer del batón amplio. Sube un hombre con barba en la pera, una mujer rubia y dos niños que no pagan boleto. El hombre ocupa el asiento libre junto al adolescente de la tercera fila. La mujer y los dos niños los asientos dobles de la cuarta fila.
Parada de Ayolas y Paso. Bajan las dos monjas de cofia gris. Sube un hombre canoso. Ocupa uno de los lugares libres en el asiento doble de la sexta fila.
Parada de Ayolas y Matheu. No baja nadie. Suben cuatro adolescentes con idéntico uniforme escolar al del adolescente de la tercera fila. Ocupan la primera y segunda fila de asientos dobles.
Parada de Ayolas y Vieytes. Baja la mujer de falda y chaleco verde. Suben una mujer de vestido acampanado y un hombre de guardapolvo blanco. La mujer de vestido acampanado ocupa el cuarto asiento individual. El hombre de guardapolvo blanco ocupa el asiento libre junto al hombre canoso de la sexta fila.
Parada de Ayolas y Primera Junta. Baja el adolescente con walkman. Sube una adolescente con uniforme de Mc Donald’s. Ocupa el quinto asiento individual.
Parada de Primera Junta y La Rioja. Bajan el hombre joven de barba desprolija y anteojos y las dos mujeres maduras con ramos de flores en las manos. Suben un anciano rengo y otros dos hombres con guardapolvos blancos. El anciano rengo ocupa el asiento individual de la primera fila. Los dos hombres de guardapolvo blanco ocupan la quinta fila de asientos dobles.
Parada de Primera Junta y San Luis. Bajan los cinco adolescentes con el mismo uniforme escolar. No sube nadie. Uno de los niños sentados junto a la mujer rubia se pasa junto al hombre de barba en la pera.
Parada de Primera Junta y Corrientes. Bajan los cinco hombres jóvenes cargados de instrumentos musicales. Sube una anciana con bastón. Ocupa uno de los lugares libres en la primera fila de asientos dobles.
Parada de Corrientes y Chile. Bajan la mujer de vestido acampanado y el hombre mayor de mameluco engrasado. No sube nadie.
Parada de Corrientes y Perú. Baja la mujer gorda con la bolsa de red llena de verduras. No sube nadie.
Parada de Corrientes y Colombia. Bajan la mujer embarazada y el hombre canoso. No sube nadie.
Parada de Corrientes y Brasil. No baja ni sube nadie.
Parada de Corrientes y Costa Rica. Baja el hombre de barba en la pera, la mujer rubia y los dos niños que no pagaron boleto. No sube nadie.
Parada de Costa Rica y setenta y cinco. Bajan la adolescente con uniforme de Mc Donald’s y los tres hombres de guardapolvo blanco. Por la puerta delantera bajan la anciana de bastón y el hombre rengo. No sube nadie.
Parada de Costa Rica y setenta y nueve. No baja ni sube nadie.
Costa Rica y ochenta y uno. No baja ni sube nadie. La señorita Mónica Paez se incorpora.
Costa Rica y ochenta y tres. El micro ómnibus número once de la línea cincuenta y nueve no frena en la parada correspondiente y se desvía de su recorrido habitual.



ENTRE DOS MUNDOS

-¿En qué pensás?

Pienso en que arribaré a Cabo Grande a la hora de la siesta, en qué les parece si nos vamos a jugar a las cartas al bar de mi papá, nos propone Luciana, y yo le digo que bueno, y Gregorio le pregunta si Cacho no se habrá ido a acostar, y ella le contesta que seré el único pasajero que se apeará del tren y en que saldré caminando lentamente de la ruinosa estación ferroviaria.
Pienso en que tomaré por la Avenida Independencia y en que pasaré frente al cine Paramount hay ratas, se queja Luciana, las ratas no duermen, no muerden, corrijo apresurado, y los tres nos reímos y corremos a la tienda Los Romanos, al hotel Embajador, a la librería Bau (del aire), a la Farmacia Social y a la sede del Club Atlético Defensores de Cabo Grande.
Pienso en que me internaré por la angosta diagonal de la iglesia San Juan Bautista escucha todo, me murmura Luciana al oído, Dios, acá, escucha todo, en que leeré nuestros nombres perpetuados con la punta de un alambre en el portón verde de la sacristía (el sitio elegido por Gregorio -recién ahora recuerdo- para confesarme su amor por Luciana) y en que rememorando los detalles de este recuerdo inesperado llegaré al Bar Tinta Roja.
Pienso en que me costará descifrar el Purple Rain Pub escrito con neones retorcidos, en que entraré y sentiré impotencia -o, quizás, decepción- al encontrar las paredes adornadas con mantarrayas y escorpiones, en que me sentaré en una de las mesas ubicadas lejos del ventanal y la puerta y en que lo observaré a Gregorio apoyado en la barra, humillado por Cacho que nos dice: Mírenlo, con esa panza quiere ser jugador de fútbol, miralo Luciana, quiere ser jugador de fútbol con esa panza -gordo, brilloso, casi sin pelo-, estudiando boletas y facturas.
Pienso en que le pediré un café a una camarera adolescente, en que no mientas más, me grita Gregorio, ayer Cacho me mandó a buscarlos al depósito y te vi besándola, en que lo beberé reprochándome haber tenido en cuenta tantas cosas, por ejemplo, que ellos dos se casaran (“El Heraldo” de Cabo Grande, Eventos Sociales, 5/2/95), y no lo que podría sucederle al Tinta Roja si Cacho se moría (“El Heraldo” de Cabo Grande, Avisos Fúnebres, 7/3/96) durante mi ausencia.
Pienso en que tiraré dos monedas sobre la mesa, en que abandonaré furioso el Purple Rain Pub y en que al pasar nuevamente junto al portón de la sacristía no lograré sofrenar el impulso y grabaré bajo nuestros nombres, con la paleta de una llave: BESO NO SE TAPA C/PINTURA.
Pienso en que regresaré a la estación ferroviaria, en que compraré un boleto y en que esperaré el próximo tren con impaciencia.

-En nada.


EN LA BOCA DEL DIABLO

Habíamos discutido por lo de siempre. Ya no recuerdo todo lo que nos dijimos, sólo las frases de despedida: una fiera, una verdadera fiera. A no desesperarse; a poner en marcha el motor, a salir despacio mirando que no haya nadie y ya no aguanto más tus ataques de celos, me había gritado ella. A vos te voy a terminar estrangulando, la había amenazado yo. Ahora estoy arrepentido. Como cada noche, el alcohol y la caminata me ayudaron a pensar, me ayudaron a llegar a la avenida. ¿Y si consigo algo de guita y me rajo al Brasil? El Turco me va a decir que Cabo Grande es una ciudad chica, que él eso no lo puede arreglar y que va a ser más fácil si doy la vuelta por atrás y entro por la cocina. Seguro que se le dio por cambiar los muebles de lugar: ese juego perverso con el que le encanta demostrarme que le gustaría estar viviendo una vida diferente. Sé que encontrar el secarropas bajo la tabla de planchar significa un largo tiempo de silencio. El lavarropas junto a la pileta del patio, un par de días en la casa de su madre. La estación de servicio a la salida del puente, oscura, sin tarjetas y sin guardia. De paso me hago llenar el pequeño bar de vidrio escondido entre el vértice de la pared y el costado de la biblioteca, que ya no soporta mis borracheras. Pero nunca antes el sillón de mimbre y la mesa vacía del televisor estuvieron en la concentración con la que limpiás el vidrio, pibe; para qué tanto dale y dale. Le pido puchos, va adentro, lo sigo y lo amasijo. Raro, las sábanas tan frías. Una caricia leve. Perfecto: por alguna razón me ha perdonado; me estuvo esperando desnuda. Pensar en esa mina desnuda todavía me vuelve loco. Y allá sí que me volví loco. Si hasta parecía un debutante. Igual que éste. Fija que va al cielo. Ni cuenta, che. Arriba del ojo. Ni un gesto de sorpresa. Se cae despacio, justo ahí, en esa mancha húmeda y pegajosa, en medio del colchón. Vos me mentiste, le digo, yo cumplo con mi palabra; y mientras lloro le aprieto con fuerza el acelerador. Cuando enciendo la luz veo los muebles rotos y desparramados, veo la falta del televisor y la radio, veo las marcas moradas en las muñecas y en los pómulos de mi mujer, sabiendo, sin comprender cómo no las pude dominar, que mis manos sólo presionaron sobre su cuello inerte. Abrazándola, quito de su boca el pañuelo de seda roja que le regalé para su cumpleaños. Boneca, garota de Ipanema.

LA DANZA DE LA FORTUNA

Juan Pérez abandona el estudio contable apretando los puños y reprimiendo un grito de gol. Acaba de escuchar por la radio que es el ganador del Premio Mayor de la Lotería Nacional, e intenta aplacar su euforia con la duda. Se dirige hacia la Avenida Independencia diciéndose que no es cierto, que esas cosas no les ocurren a los tenedores de libros que sólo aspiran a morirse sin mucho sufrimiento y, en su caso, si la tela aguanta, a que lo entierren con el mismo saco marrón raído en las solapas que usó durante los últimos siete años.
En una esquina iluminada, Juan Pérez se detiene a leer el reverso del billete. Sorprendido, advierte que para recibir el dinero deberá viajar a la Capital. Mientras reanuda su marcha, imagina el júbilo que les provocará a Cristina y los chicos enterarse de que el azar los favoreció con un millón y medio de pesos.
De pronto, Juan Pérez recuerda que compró el Premio Mayor sin pensar en las posibles consecuencias de ese acto, que el Jefe de Contaduría le había entregado una propina por liquidarle los impuestos de un negocio particular y que él, simplemente, se había tentado. Sabe que si vuelve a su casa y le cuenta a Cristina que ganaron el Premio Mayor de la Lotería Nacional, ella no se alegrará por tener un millón y medio de pesos, sino que lo insultará delante de los niños por robarse la propina y gastarla en tonterías. Ni siquiera puedo fingir un ahorro, se queja Juan Pérez: cuando es día de pago su esposa lo acompaña al banco y le carga la tarjeta magnética del colectivo con el valor de cien boletos. Cristina sería capaz de romper el billete para restregarme los pedazos por la cara, para demostrarme que ella es mejor que yo, que en su rectitud es inquebrantable. Vivimos con nada, pero somos honrados, me dirá. ¿Ese es el ejemplo que un padre le debe dar a sus hijos? ¿No pensaste que esa propina podría haber servido para retirar de la óptica los anteojos de María o de la ortopedia las plantillas de José? Porque yo, lo que es a mí, ya perdí la ilusión de que me traigas un regalo. Y los chicos, abrazándola, le preguntarán: ¿Papá es un ladrón?
Juan Pérez se ha desesperado. Cambia de vereda y se dirige hacia la estación del ferrocarril atravesando un extenso terreno baldío. Imagina el océano sin límites, las cinematográficas bolsas de lona blanca repletas de dinero y, después de vacilar un instante entre América Central y el sur de Europa, resuelve imaginar a un Juan Pérez de fábula (más flaco, sin canas, con algo más de pelo) bajo el sol, en una playa caribeña. Velada por los gritos de los demás turistas, oye la voz de una muchacha que lo llama desde el mar. El se levanta, va hasta la orilla y le ordena a la muchacha que lo siga. Los dos cruzan apurados la rambla sombreada por los cocoteros. Ya en la habitación del lujoso hotel donde se hospedan, le narra todo lo referido a Cristina, los chicos y el Premio Mayor de la Lotería Nacional. Para corroborar sus palabras, abre el placard y le señala un viejo saco marrón raído en las solapas encubierto por azabaches pantalones de raso y camisas italianas de seda. Negando con la cabeza, la muchacha comienza a llorar en silencio. Él, avergonzado, sale al amplio balcón, apoya los codos en la baranda y observa la ciudad extraña: el Cristo en las sierras, el campanario de la Catedral, el reloj del municipio, la feria de los artesanos, las terrazas coloniales, el cartel de Campari, los montículos de basura, las casillas miserables y el muro de ladrillos sin revocar que bordea al predio ferroviario y se extiende hasta la barrera de la avenida.

LA MADUREZ DE JUAN LUPO

La serie de sucesos que, sepan disculpar, les narraré de manera apresurada, tuvieron su principio el lunes 13, continuaron el miércoles 15 y están por finalizar hoy, viernes 17, en los próximos cinco o diez minutos, cuando Juan Lupo, capitán del primer equipo de fútbol del Club Atlético Defensores de Cabo Grande, se canse de firmar autógrafos y de recibir saludos de pésame, cruce la diagonal San Juan Bautista, entre aquí, al Purple Rain Pub, y se enfrente al director técnico del Club Deportivo Cabo Grande, el licenciado en filosofía y secretario del Partido Socialista local, Miguel Ángel Valdotti, quien lee, a cuatro mesas del rincón junto al ventanal donde yo estoy ubicado, un destartalado ejemplar de “El Príncipe”, flamante la tarde en que lo vi comprarlo, un lustro atrás, en la librería Bau (del aire), y que volví a ver hoy, sobre sus rodillas flacas, subrayado y comentado por él mismo, cuando me acerqué a felicitarlo por su excepcional conferencia del miércoles.
Y es en el auditorio del Club Deportivo Cabo Grande, lugar físico en el que se desarrolló dicha conferencia -titulada “La conquista europea del fútbol latinoamericano, la conquista porteña del fútbol federal”-, donde necesito proseguir con esta crónica. El miércoles, a pesar de la tormenta y del viento patagónico, los oyentes colmamos el auditorio no sólo por el placer de escuchar las inteligentes reflexiones del técnico y filósofo, sino con la insana expectativa de que hiciera uso -una vez más- de su ácido sarcasmo (que le ha granjeado un sinnúmero de admiradores incondicionales -entre los cuales me incluyo-, pero también, es justo decirlo, de acérrimos y eternos detractores) para contestarle al profesor Juan Carlos Salvatore, director técnico del Club Atlético Defensores de Cabo Grande, quien el lunes lo humilló con saña, premeditación y alevosía desde su columna de “El Heraldo”.
Valdotti, con esa sonrisa mansa de haberlo experimentado todo y ese tono sin apremio que distingue al minúsculo grupo de hombres superiores que saben tomar al triunfo y la derrota como meras imposiciones capitalistas, calificó de aberrante la destrucción del fútbol foráneo (entendiéndose como foránea, en determinados párrafos, a la inmensa geografía de América latina, y, en otros, a los menguados límites de Cabo Grande y su zona de influencia) por el método del lento pero indeclinable emigrar de adolescentes lampiños con el fin de acumular divisas que permitan vivir lujosamente a padres, representantes y tíos al costo de la mutación, sin pausa ni etapas, del niño en hombre.
Durante una hora y media se explayó Valdotti con ejemplos y cifras que apuntalaban sus palabras, sin mostrar ningún indicio de que respondería la afrenta del profesor Salvatore. Entonces, sin siquiera carraspear, sin hacernos notar que estábamos en el lugar al que nos había querido llevar, dijo lo que a continuación transcribiré desde mi libreta de apuntes, rogando que la gente con sus demostraciones de afecto retenga a Juan Lupo, al menos durante cinco minutos más, en la vereda de la iglesia.
“Es así, hablando de jóvenes bastardeados en su inocencia, que llegamos al nudo de esta exposición, a la que, parafraseando una canción de moda, podríamos titular: “Madurar pronto; ¿pudrirse temprano?”. El lunes pasado, en la sección deportiva de “El Heraldo”, el profesor Salvatore -profesor de matemática, será- me describió como a un falso profeta, como a un charlatán aliado de la suerte y enemigo del trabajo. Si él me considera un charlatán aliado de la suerte porque siento que en el fútbol se depende del azar, de las variaciones eólicas, de la solidaridad grupal y de la momentánea lucidez de algunos jugadores, bueno, lo soy. Y eso parece que le molesta mucho al profesor. Él argumenta que los cimbronazos del destino son, en gran medida, contrarrestables. El pobre hombre prefiere enfrentarlos con una fórmula que le brinde cierta seguridad, aunque esa fórmula aburra hasta a los jugadores que deben llevarla a la práctica. ¿Cómo puede ser que Salvatore, después de diseccionar durante una semana a su rival, ponga delante del banco una figura bendecida de la Virgen de Luján y que se agarre, disculpen las damas, el testículo izquierdo cada vez que la pelota se acerca a su área? Junto a sus secuaces de “El Heraldo” no se cansa de repetir que mi equipo, el Deportivo, juega en blanco y negro, que mi visión del fútbol causa gracia, que sólo importa ganar y que no se gana confiando en la intuición, personalidad e inteligencia de los jugadores, sino con una estrategia cenicienta y apática en la que nada pesa el talento para la decisión instantánea. Me río de ellos; y me pregunto: ¿es satisfactorio ganar usando cualquier artimaña, obviando, como lo hacen Salvatore y sus sicarios, hasta las reglas más básicas de decencia deportiva? Yo me sentí, sin exagerar, avergonzado de pertenecer a la raza humana cuando, en nuestro último enfrentamiento, el zurdo Bornero, capitán del Deportivo, sufrió una fractura expuesta en la tibia izquierda al recibir de Juan Lupo, capitán y carnicero del Defensores, un planchazo homicida, típico de ese asesino serial. Bornero fue sacado de la cancha. El jugador más habilidoso en los anales del fútbol local, quebrado, retorciéndose de dolor sobre la lona raída de una camilla. El otro, el mimado por Salvatore, el que cada domingo se retira premiado con el “Lupo, Lupo, Lupo, huevo, huevo, huevo”, fue insulsamente castigado con una pálida tarjeta amarilla. Pero, discúlpenme, al final voy a darle la razón al profesor: soy un mentiroso, un charlatán; porque hubo, hay, en la ciudad un jugador más habilidoso que el zurdo Bornero. Ese jugador, pena me da confesarlo, es, o era, el mismísimo dueño de la verdad dice el profesor, y la verdad es que Salvatore a usted le ganó siempre, y que fue por bronca que nos trató como a criminales, porque es cierto que yo era el jugador más habilidoso de la ciudad, pero también es cierto que en el fútbol de hoy en día hay que correr y meter, correr y meter, correr y meter, dice el profesor, los habilidosos son dinosaurios que se quedaron en la época de La Máquina de River, pibe, en la época de michelicheconatolacasiaoboneligriyoicrus dice, y me convenció de aprender a ir y venir como un jugador moderno, y yo que al principio no quería, y entonces mi viejo, fanático del Defe y ex win derecho del club, y las sorpresas, y las desgracias de la vida, y usted, antes de hablar, tendría que haber averiguado por qué Juan Lupo es Juan Lupo, el que con dieciocho recién cumplidos acaba de arreglar con Estudiantes de La Plata; sí, Juan Lupo, yo, jugador moderno, completo, que se apareció hace cuatro años por el Defe pensando que con caños y sombreros alcanzaba, que con el fútbol se podía ser feliz; veinte meses me llevó entender que la felicidad te la dan Francella, Midachi y Tinelli, que el profesor tenía razón, que sabe, que no seas tonto, que Valdotti se paga los vicios con lo que le cobra a los padres que se mueren por ver a sus hijos de titulares en la quinta o en la séptima me dijo mi viejo, y me lo dijo después de la primera semana de entrenamiento, cuando yo no quería saber más nada con el profesor y los ejercicios militares, y él adivinando que andaba con la idea de pasarme al Deportivo me dijo eso de usted, y de mí que antes me prefería lavando los platos vestido de bailarina; y yo aguantando, aburrido de trotar, de ver películas de empates sin goles, de las persecuciones y los candados, y mi viejo que lo encontré el otro día al profesor y le pregunté, y me contestó que si no madurás vas a acabar con los malabares en el circo, y Salvatore que si madurás, pibe, te llevo a la selección, porque no hay inconsciencia futbolera que vos no conozcas, y yo quiero demostrar que si a eso le agrego marca, sacrificio y disciplina táctica, lograría la síntesis del jugador moderno, y yo sordo, embobado por esa taradez suya de que los únicos límites en el fútbol los ponen los referís y las líneas blancas, y más trote y más Finlandia Noruega, y más persecuciones y más candados, y un día la noticia de la enfermedad de mi viejo y a olvidarme del fútbol para siempre, y el hospital, y el olor de la sala, y la bronca de saber que el de arriba te da dos fechas, una si tomás todos los remedios y otra si no, y a los tres meses mi viejo sin pelo y la casa hipotecada, y entonces aparece el profesor y me pide que vuelva al club, que me va a hacer firmar con los profesionales por más que le salten al cuello los de la comisión me dice, y me dice que me va a sentar en el banco de suplentes así le sumás los premios al sueldo, pibe, y qué victoria personal de Salvatore, Valdotti, yo puse una foto del profesor al lado de la estampita de Jesús, y volví, y solamente quería ganar, ganar medio a cero pero ganar, ganar era el premio, era cambiar el hospital por la clínica, era levantar la hipoteca, eran los mejores médicos, las mejores enfermeras, los mejores tratamientos, había que ganar sí o sí y maduré, y el profesor seis meses hablándome, puteándome a veces, enseñándome a ser Juan Lupo; y el debut en la quinta fecha del campeonato pasado y en la decimocuarta la cinta de capitán, y cada domingo a la noche le llevaba a mi viejo un video con el partido y la tribuna gritando Lupo Lupo Lupo huevo huevo huevo, y el pobre viejo ya sin dientes y sin carne, pero orgulloso de ver en El Heraldo que semana tras semana me elegían la figura de la cancha, y la oferta de Estudiantes, y el profesor Salvatore que vas a necesitar un representante, pibe, y yo que por favor se encargara de todo él, y fuimos, y arreglamos, y el miércoles, después de decirle a mi viejo que había firmado, que nos mudábamos a La Plata, me agarró de la mano y dejó de respirar, dejó de respirar agarrado de mi mano, Valdotti, dejó de respirar a la misma hora en que usted le llenaba la cabeza de mierda a la gente, y ayer, mientras lo enterrábamos, yo me repetía que Dios había estado canchero, que se lo había llevado justo, que le había ahorrado la amargura de escuchar por la radio, o de leer en el diario, un resumen de sus soberbias, me parece que así las llamó el profesor, un resumen de sus soberbias, anacrónicas y envenenadas pelotudeces, creo que dijo.

LOBO ESTÁ

Una persona joven espía,


Caminamos con Guillermo hacia la casa de Verónica. Vamos con la intención de robarle las respuestas para la tarea que deberíamos haber entregado ayer. Es la hora de la siesta, y mientras recorremos las calles vacías comentamos los últimos detalles de la guerra en Vietnam.
De repente, Guillermo me pregunta qué voy a estudiar en la universidad. Recién estamos por terminar el tercer año, así que la pregunta me sorprende. No sé, contesto, podría ser arquitectura, pero no sé. A mí me gustaría ser cartógrafo, dice Guillermo, o meteorólogo, o buscarme una de esas carreras que solamente estudian los locos, como la astronomía o la arqueología submarina. Médico o abogado seguro que no. No quiero ser lo que mis viejos quieren que sea. ¿A vos tus viejos te joden para que te recibas de algo en especial? No, contesto, ellos nunca me joden con nada.


a través del pedazo de tela raída que le cubre los ojos,


Ferrocarriles Argentinos. Cabo Grande-Constitución. Horario de salida: 22:10. Andén número 1. 23 pasillo ‑ 24 ventanilla.
Mi madre y yo esperamos a que el tren se ponga en movimiento.
Un hombre, del que adivino algunos mechones de pelo canoso, es nuestro único acompañante.
Apenas salimos de la ciudad me duermo. Me despierto sin saber que hora es y con todas las luces del tren apagadas.
El hombre canoso se ha acercado y charla con mi madre. En el momento que muevo la cabeza y bostezo, ambos callan y con una seña se despiden.
Los dos días en Buenos Aires los pasé revolviendo los anaqueles de El Ateneo, explorando las galerías de Florida y leyendo las noticias sobre la confirmación de la presencia de Ernesto Guevara en Bolivia.
Las dos noches mi madre fue a la casa de una amiga enferma.
Las dos noches volvió de madrugada.


a la figura humana que se le acerca,


Llueve, y estamos los tres en la casa de Verónica. Ella repasando fechas, reyes y batallas para la prueba de mañana. Guillermo y yo jugando a El Estanciero.
Noto que Verónica lee una y otra vez la misma hoja del cuaderno, negando con la cabeza, silenciosamente indignada.
¿Qué te pasa?, le pregunto. Ella no me contesta. Guillermo compra Santa Fe Zona Sud, observa a Verónica y me dice con respeto: Piensa.
Piensa, repito molesto, no porque ella piense, sino porque él, con sólo observarla un instante, adivinó lo que hace.
Verónica cierra el cuaderno y dice: Una estupidez. Se me ocurrió que los personajes como Torquemada no deben ser humanos, que deben ser monstruos con forma de hombres, cuerpos sin alma.
¿Como Hitler?, pregunta Guillermo. No, como Hitler no, vacila Verónica; y luego agrega: como los que mataban en nombre de Hitler.
Serio, tiro los dados: cinco y seis.
Destino.


recortada su forma en la claridad de la puerta recién abierta.


Estamos los tres en la casa de Guillermo. Él, antes de que sus padres se fueran, sacó del bolso de su madre un par de cigarrillos, y ahora enciende uno en la llama del calefón. Me lo ofrece, pero me niego a probarlo. Luego se lo ofrece a Verónica, que acepta. Los dos fuman y se miran como si estuvieran viviendo una experiencia especial, sublime, en la que no estoy involucrado.
Recuerdo algo que me contó Verónica hace unos días; una historia que Guillermo me ocultó. Según ella, tras seis horas de vigilar al viejo que atiende el puesto de diarios de la estación de trenes, llegaron a la siguiente conclusión: cada vez que le pedían una de las revistas colgadas en el alero de chapa, el viejo abandonaba el puesto dejando la billetera sobre el mostrador y la puerta del costado sin traba.
Guillermo tuvo la idea, recuerdo ahora que me dijo, y yo planeé el asalto.
El caso es que Verónica se acercó al viejo y le pidió la Panorama de octubre. El viejo salió, descolgó la revista y se la entregó. Ella la examinó con detenimiento, se la devolvió asegurándole que más tarde la pasaría a buscar y, después, aguantando las ganas de correr, cruzó la vía.
Verónica me contó que tiraron la billetera al mar y que se gastaron toda la plata en la quermes del puerto.
Ayer, estuve a punto de preguntarle a Guillermo por qué me había ocultado lo sucedido; pero no me animé: no sé, me dieron miedo algunas posibles respuestas.


La figura humana arranca la tela que cubre los ojos de la persona joven,


Hoy es jueves, y sólo falta un día para que terminen las clases. Desde el lunes todo el mundo ignora los llamados a silencio de los profesores, y se quejan a los gritos quienes deben presentarse a rendir exámenes en diciembre o marzo, y sueñan en voz alta quienes se pasarán las vacaciones completas en la playa.
Apenas suena el timbre del segundo recreo se produce una estampida que me arrastra a través del patio y me abandona frente al quiosco.
Compro tres turrones.
Trato de ubicar a Verónica y Guillermo, pero como resulta imposible reconocer a alguien entre tantos guardapolvos blancos, decido volver al aula y esperarlos.
Abro la puerta; los veo besándose.
El que era me pre­gunta si voy a hacer algo. El que soy se aleja sin molestar­los.
Le contesto que nada.


y lentamente se cierne sobre ella.


Llego del colegio y mis padres discuten a los gritos. Parece que limpiando mi madre dio vuelta el colchón y encontró colgando del elástico de la cama una bombacha turquesa. Mi madre le dice a mi padre que ella nunca se compró una bombacha turquesa, y que él jamás le regaló algo de ese color. Mi padre le dice a mi madre que está loca, que cómo no va a ser de ella, que, quizás, se la trajo equivocada -y es un tono raro el de la palabra “equivocada”- de Buenos Aires, de la casa de su amiguita enferma, que él tiene la cara, pero que no es ningún boludo, y que ya se le llenaron los huevos con sus idas y venidas y las mil excusas inventadas con las que podría escribir que a él lo único que le interesa es Racing, que ya está podrida del panadero Díaz, Basile, el Chango Cárdenas y la madre puta que los parió, a él y al fútbol, que ella es igual a las mugrientas de sus hermanas, que crecieron buscando desesperadas al pelotudo que las sacara del inodoro en el que vivían, donde se tendrían que haber quedado porque no se merecen otra cosa, manga de atorrantas, que con la mierda esa de que se les pasó la hora en la Pitman se revuelcan tranquilas con quien quieren, total, el gil que las mantiene nunca se entera que claro, a rey muerto, rey puesto, y que si a él no se le para ella lo lamenta, que así es la vida y qué a él le importa tres carajos que le meta los cuernos, pero que no lo ande difamando -y es un tono raro el de la palabra “difamando”- mientras yo estoy en la casa, y ella que te volviste loco, y él que no lo viste llegar, y ella que es un maleducado, y él que es un ermitaño, que como siempre entró a escondidas y se encerró en su habitación sin siquiera saludarnos.


Sus miradas se entienden durante un brevísimo instante.


Es de tarde, y estamos los tres en una playa céntrica. Ellos acostados boca abajo; yo de pie, observando la marcha lenta de una corbeta oxidada.
Guillermo vuelve a quejarse porque está seguro de repetir el año. Verónica, resignada, le dice: Si querés yo te preparo en historia y geografía, y él te prepara en matemática y contabilidad.
Verónica gira y me mira, esperando una respuesta que supone afirmativa. Sin dejar de observar la corbeta, digo: Busquen a otro; yo el lunes empiezo a estudiar para dar el examen de ingreso a la Armada. Molesto, Guillermo se incorpora y dice: Vos no te podés ir ahí. ¿No?, pregunto desafiante, y Verónica, que entiende, lo toma de un brazo para indicarle que se calle.
A partir de ese momento no nos decimos nada más.


Se reconocen.

TEDIÓBELOS

Zeus y Hércules juegan al ajedrez en el Olimpo. Hércules mueve su caballo negro y dice “Jaque”. Zeus come el caballo negro con el alfil blanco y dice “Jaque Mate”. Hércules toma el alfil blanco y lo arroja al espacio.
El alfil cae en Nueve de Julio y Corrientes.

EL MÁS EMPECINADO DE TODOS

El más empecinado de todos sigue moviéndose en la espesura. Está famélico y con la piel cuarteada por la fiebre. De los pertrechos que cargaba al internarse en la selva, lo único que no ha perdido es un lápiz de punta roja y un mapa americano cubierto de flechas y asteriscos.
El más empecinado de todos sigue moviéndose en la espesura: aún disfruta del aire húmedo que le abrasa los pulmones y de putear a las moscas que le invaden la barba.


LA LEY DE LA GRAVEDAD

Isaac Newton sueña que, mientras duerme la siesta bajo la copa de un manzano, un fruto se desprende y lo golpea en la entrepierna.
Sueña que se incorpora con más sorpresa que dolor, que levanta el fruto recién caído y que se lo lanza al sol.
Isaac Newton sueña que lo ve atravesar la copa del manzano y perderse en el cielo.
Con más sorpresa que dolor, Isaac Newton se incorpora.


PRESAGIO

Mientras bebe vino en una taberna de Lisboa, un marino le dice al tabernero:
-Ayer soñé que cruzaba el mar y llegaba al paraíso.
El tabernero, al que ni siquiera le importan los sueños de Alfonso V, comenta con apatía:
-Ese debe ser un buen augurio.
Pensativo, el marino recuerda y dice:
-No creo. Soñé que lo incendiaba.

VOLVER

Nos decidimos a volver durante la cena. No teníamos nada que perder: el dinero de la venta de los campos se había terminado, y si la casa estaba vacía podríamos quedarnos en ella, rentar el sobrante de habitaciones y ahorrarnos el alquiler.
El tiempo no nos había tratado bien. Irene se encontraba postrada, y sólo podía moverse en su silla de ruedas. Yo estaba casi ciego, y si no fuera por sus cuidados hubiera perdido la vista por completo.
Acomodé a mi hermana sobre el asiento de cuerina y salimos de la pensión. Ella indicaba el camino. Con tanta oscuridad, las paredes y el asfalto se me confundían con el cielo. Recordamos sus pañoletas tejidas, mis libros de literatura francesa y la noche que partimos tirando la llave en la alcantarilla.
Llegamos a Rodríguez Peña y pasamos por detrás del caserón. Irene me dijo que estaba en ruinas. Doblamos en esa esquina y en la siguiente, hasta quedar frente a la entrada. Irene observó una luz. Yo creí escuchar unas voces graves que provenían de la cocina.
Con temerosa resignación, me cercioré de que la puerta estuviera bien cerrada. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

EL RITO

El Purple Rain está a oscuras. La luz del mediodía apenas traspasa la telaraña de mugre pegada en el ventanal. Delante de Don Gregorio, sobre su mesa cubierta de polvo, una botella de ginebra explica la razón del brillo afiebrado en sus ojos miopes.
Don Gregorio se incorpora con dificultad. Luego se dirige hacia el mostrador y revuelve los cajones hasta encontrar un mazo de cartas.
Escondiendo la mirada, observa a la mujer sentada en la otra punta del salón. Un vestido negro la mimetiza con el ambiente; el rostro anguloso y las manos flacas parecen flotar en el aire.
Don Gregorio se enoja consigo mismo porque ayer, en un arrebato de ira, echó a empujones a un antiguo vecino de la época en que vivía con Luciana. “Tengo que aprenderlo de memoria: la calma y la paciencia son mis únicas armas”.
Don Gregorio se sienta y empieza un solitario. Estrujando con los dedos una pequeña revista, la mujer se acerca a él:
‑Perdone la molestia ‑le dice‑; ¿podría ayudarme?
Don Gregorio no le presta atención. La mujer toma su total falta de interés como una respuesta afirmativa. Lee con voz clara y pausada:
‑Dícese del estado o circunstancia de quedarse solo. Siete letras. Comienza con “SO”.
‑Estúpida ‑responde Don Gregorio sin sacar la vista de las cartas.
‑No, no me entendió ‑sonríe la mujer‑. Dícese del estado o circunstancia de quedarse...
‑Lo digo por usted. Todas las mujeres que se pasan el día haciendo crucigramas son estúpidas.
Don Gregorio siente que ha repetido esa frase infinidad de veces, y trata de descubrir los lazos que lo unen a la presencia de la mujer y a los datos incompletos del crucigrama. El esfuerzo resulta inútil.
Ella afirma:
‑Está borracho.
‑¿Qué?
‑Que está borracho; muy borracho. Por un momento me asustó: se puso tan pálido que creí que se iba a desmayar. No sé, como si estuviera a punto de sufrir un ataque de presión, o como si hubiera visto un fantasma.
Don Gregorio sonríe:
‑No tiene de qué preocuparse: mi salud es buena, y ya me acostumbré a las visitas de los fantasmas. Tendrían que haberse dado cuenta que hace demasiado tiempo que estoy solo, y que no me van a poder engañar así nomás.
La mujer camina hacia la puerta y gira junto al marco desvencijado. Antes de salir, dice:
‑Todo envejece y muere, Gregorio, menos las culpas.
Don Gregorio apura el resto de ginebra y guarda las cartas en el cajón. “Ni siquiera recuerdo su nombre”, piensa, y se asoma a la calle por una abertura del ventanal.
Más allá, sobre los escombros que obstruyen la diagonal de la Iglesia San Juan Bautista, cuatro ratas duermen al sol.


HISTORIA DE UNA ETERNIDAD

Al señor Vidal le sucederá lo siguiente: un día, sin tener en claro las razones, se saturará de escribir esas tontas comedias televisivas por las que le pagan un abultado sueldo. Después de mucho cavilar, se dará cuenta de que no puede seguir escribiéndolas porque las odia, y, debido a ellas, de que se odia a sí mismo. De que odia la somnolencia filosófica y literaria provocada por la holgura económica; de que odia ser fotografiado junto a actrices momificadas y galanes cocainómanos; de que odia imaginar, cada martes por la noche, a millones de inodoros binorma desparramando sus excrementos sobre todos los comedores de la república.
Con una depresión más acentuada que la habitual, el señor Vidal dejará de lado las cosas en las que ha basado su existencia (reuniones con amigos íntimos, seminarios culturales, sesiones de ejercicio sin esfuerzo), y comenzará a caer dormido en cualquier sitio y a alimentarse sin importarle vencimientos o procedencias.
En ese estado lo encontrará el señor Lieberman, su productor, cuando vaya a rescatarlo. El señor Lieberman lo convencerá de internarse unas semanas en “El Sosiego”, una especie de retiro espiritual que ha creado en las afueras de Cabo Grande. Allí, sin nadie cerca, le dirá, en la soledad más absoluta, le dirá, volverás a ser el artista talentoso al que siempre he querido, y al que ahora extraño tanto.
Los dos hombres viajarán de inmediato hacia “El Sosiego”, y el señor Lieberman partirá apenas termine de mostrarle las instalaciones de aquel caserón oculto de la ruta por un frondoso bosque de eucaliptos. Los primeros días el señor Vidal se sentirá como un náufrago abandonado en una isla, y se deprimirá aún más al notar que, en lugar de pensar en la desventurada isla de Robinson Crusoe, ha pensado en la hawaiana isla de Gilligan.
Pero su depresión pasará, y una tarde, casi sin querer, hilvanará tres ideas y bosquejará seis personajes. De pronto, al señor Vidal los diálogos y las situaciones se le ocurrirán sin interrupción, y luego de un mes de trabajo frenético grabará una nueva comedia en su computadora de viaje.
El señor Vidal verá que, por lo hablado con el señor Lieberman, aún faltan varias semanas para que culmine su exilio, y tratará de acelerar el lento discurrir del tiempo repitiendo las jugadas de ajedrez impresas en unas antiquísimas revistas rusas halladas en la biblioteca. El no lo sabrá, pero un rey llevado a cuatro torre (que perpetuará a blancas y negras en dos únicos movimientos permanentes) será lo que decida su regreso a la ciudad.
Ya en la ruta, alguien le hará el favor de alcanzarlo hasta su casa, y desde allí intentará comunicarse con su productor, el señor Lieberman. Una empleada le dirá que éste se encuentra en el extranjero, y también le dirá que ignora la fecha de su vuelta al país. Entonces, desesperado, el señor Vidal se dedicará a perfeccionar el guión que ha traído del campo. Un día, sin tener en claro las razones, se dará cuenta de que odia esas tontas comedias televisivas por las que le pagan un abultado sueldo, y con una depresión más acentuada que la habitual comenzará a caer dormido en cualquier sitio y a alimentarse sin importarle vencimientos o procedencias. En ese estado lo encontrará el señor Lieberman, su productor, cuando vaya a rescatarlo y lo convenza de internarse en “El Sosiego”, una especie de retiro espiritual que ha creado en las afueras de Cabo Grande.

ALICIA EN LA TELA DE ARAÑA

Es todo muy extraño, Roberto: tan solo escucho el rumor de las olas, el trinar de los pájaros y un Do Mayor tocado en violoncelo. No creas que la vista es mucho más variada: a los costados médanos y palmeras, adelante una libreta llena de tonterías y atrás la desesperación por no saber de dónde viene la música, ese acorde cadencioso que de tan repetido ya ni siquiera me disgusta.
Me siento una estúpida escribiéndote en los espacios vacíos de mi libreta para las compras diarias, pero no se me ocurre hacer otra cosa encerrada en la brisa salobre de esta monotonía, a la que intuyo perpetua. Por suerte, fuiste muy empecinado con ese capricho de que los amantes deben ignorar la intimidad de sus parejas, sino, ahora, no tendría casi nada que contarte.


YO

Hasta conocerte fui una mujer simple, con la única aspiración de formar una familia. Ya en la escuela primaria, si alguien me preguntaba qué me gustaría ser de grande contestaba “Mamá”. Lo decía imaginándome señora, atendiendo las necesidades de un marido sano y trabajador, realizando tareas domésticas en una casa más cómoda que lujosa y esforzándome por criar sin sobresaltos a mis hijos. Jamás me habían obsesionado el dinero, el color del pelo, la posición social, los veraneos en Pinamar, Punta del Este o Marsella. Para corroborar lo que escribo basta recordar lo que te atrajo de mí: el haber dudado (apenas la duda, Roberto, la apuesta íntima) de que tus trajes ingleses y tu automóvil alemán pudieran llegar a seducirme.


EL

Valdemar es químico. Da clases en el Instituto Julio Roca. Sus alumnos no lo quieren, y eso a él lo satisface. Valdemar tiene un pasatiempo: pegar fotografías de personas en enormes láminas de paisajes, a las que corta en innumerables rectángulos que luego ordena, barniza y cuelga en alguna de las paredes de su habitación. Valdemar dice que los africanos, los bolivianos y los pobres son subhumanos, que la mala alimentación les quita facultades síquicas, que racionalizan a medias. Valdemar es químico: no tiene sentimientos.


EL Y YO

Fue conocernos y casarnos; y desde el primer día (luna de miel en Carlos Paz) intentamos fervorosamente concebir un hijo, objetivo que recién logramos a los dos años y de una manera trágica: tras siete meses de un frágil embarazo, el bebé que tanto habíamos buscado nació sin vida.
No había motivos para que Valdemar me acusase por lo ocurrido; sin embargo, sus actitudes denunciaban un silencioso reproche: dejaba que los días transcurrieran refugiándose en sus fotografías y paisajes, contestaba a mis preguntas con monosílabos y ya no volvió a interesarle hacer el amor conmigo.
Yo, angustiada (en un estado depresivo que, creo, se emparentaba con la locura), me obligué a alejarme de mi casa, de mi esposo y de todo aquello que me hiciera pensar en una familia bien constituida.


VOS

Quiero ser sincera con vos, Roberto: si no me hubiese enfurecido por la frialdad con que Valdemar comenzó a tratarme, jamás hubiera tenido en cuenta tus sugerencias. No estoy en condiciones de juzgar si fuiste algo bueno o malo para mí, pero nada hubiese sucedido si no me hubieras ocultado que el dinero (el Gran Dinero, como te encanta llamarlo) posee dos caras, y que no puede ser manipulado temerariamente por una principiante. El Gran Dinero embriaga a los novatos, Roberto, y bajo su influjo premisas fundamentales son olvidadas sin razón.


VOS, EL Y YO

Así llegué (gracias al Gran Dinero, Roberto), tras un largo desmayo, a despertar en la cama de una clínica. Indignado, Valdemar me felicitó por mi nuevo embarazo. Habló de su padre, de tres profesores de la escuela secundaria y de unos compañeros del instituto. “¿Sabés qué les pasó?, se fueron de vacaciones”, dijo. Supuse que deliraba: de las personas que nombró sólo conocía a su padre, y había desaparecido durante un viaje al sur.
Los médicos me habían prescripto cuarenta y ocho horas de reposo, y luego de fracasar en mis intentos de enviarte un mensaje Valdemar y yo regresamos a casa. Apenas entramos me acosté. Al levantarme, lo encontré extendiendo una lámina sobre la mesa del comedor: cielo sin nubes; palmeras; una bandada de pájaros distorsionada por el calor. “¿Te gusta?”, me preguntó animoso. Asentí con un gesto vago: había tomado la decisión de abandonarlo.
Cerca del mediodía, me sorprendió con su cámara mientras yo detallaba mis pertenencias en esta libreta: una farola de bronce importada de China, los cuadros, las muñecas de porcelana, algunos libros, las plantas. No lo vi en toda la tarde, y al anochecer, cuando le anuncié que me marchaba, él, acariciando mis manos con dulzura, me susurró al oído que cómo lo había imaginado, que no era doloroso, que allá entendería: que el lugar parecía tranquilo y que no precisaría llevar las valijas.

: Y SI YA NO HAY ESPERANZA, DOCTOR, HAGA LO NECESARIO PARA QUE SU ALMA DESCANSE EN PAZ

escapo de la mano oscura con anillos de cangrejos rojos en la locura de los cometas perdidos entre el brillo de lombrices y plumas de pavo real, entre los edificios de baraja española y cajas de cigarrillos, entre el fulgor del agua bendita y la sicodelia de los años sesenta, entre los dedos de la mano oscura con anillos de cangrejos rojos que reparte su polvo de estrellas (clase b) a los negritos transpirados que cargan estéreos, a las putas que gastan las esquinas con sus tacos de paso de oca, a todos los que no se animan a mirar el desierto que huele a fruta podrida, a desierto sarnoso, a desierto invariable, con sus pantallas en el cielo y los novelones de lágrimas que no logran disimular la igualdad de la nada, me escondo de los ojos del gato mareado de custodia eterna, soporto los dímelo ahora, manuel, dime que me amas, prendidos a las orejas como manos oscuras con anillos de cangrejos rojos que sostienen las mangueras del petróleo vuelta y vuelta que todo lo cagan en una violación infinita de esperma viciada, y el sabor de repente en la lengua negra, y el ardor de repente en las pupilas negras, y los troncos secos y marchitos como dedos de manos oscuras con anillos de cangrejos rojos trucados en bosques y selvas por traicioneras máquinas japonesas, espejismos fabricados para engañar a los que padecen la rutinaria enfermedad de la diarrea mental rutinaria, esclavos de los ojos del gato que no puede bajar de la cornisa y se dedica a escuchar los lamentos de utilería de las esposas engañadas con su aire altanero de haber sido educado para realizar tareas más importantes, felino capado nacido en tierra anglosajona, escribo sin voz al llegar a orillas de un mar infectado de pelotas de ping pong que las gaviotas destruyen con sus picos de manos oscuras con anillos de cangrejos rojos, flotando en la marea que deja entrever el sable de algún héroe masón fallecido en el exilio (incomparable estratega de batallas sangrientas descriptas al cuadrado que los niños aprenden en una mentira acordada por el obstinado silencio de los muertos y los hombrecitos de las clases b de historia que padecen la rutinaria enfermedad de la diarrea bucal rutinaria), y en el agua espesa por la podredumbre de las almas que no tuvieron tiempo de reencarnar en plantas se refleja el vaivén del gato en la cornisa a punto de la maroma y el triple mortal, y en el agua espesa por la podredumbre de las plantas que se quedaron esperando la llegada de las almas se vislumbran los trenes herrumbados de salitre y paro, las cenas servidas con las papas a la deriva, la vereda del perro negro mercader de divisas, las corridas de huesos chicos con sus fals de palo de escoba, las corridas de huesos grandes con las falanges sosteniendo pancartas, y el sol ping y la luna pong que penetran por las hendijas de las telarañas que cuelgan de los cables de luz y de las antenas satelitales a través de las cuales se ve el viejo mundo donde todo sigue igual, y araño:
a el olor a caramelo de los pétalos encendidos
b sus pañoletas tejidas
c una taberna de lisboa
d los muebles rotos y desparramados
e un mapa americano cubierto de flechas y asteriscos
f el rostro anguloso y las manos flacas
g un pan de jabón federal
h la farola del jardín
i sus fotografías y paisajes
j nueve de julio y corrientes
k un Do Mayor tocado en violoncelo
l la copa de un manzano
m el hombre de guardapolvo blanco
n sólo las frases de despedida
ñ una estrategia cenicienta y apática
o la quermés del puerto
p un pasaje de british airways con destino a buenos aires
q los datos incompletos del crucigrama
r nuestros nombres perpetuados en el portón de la sacristía
s el modo trágico en que se desarrolla su presente
t un viejo traje marrón raído en las solapas
u su olor amargo perfumándome la piel
v unas antiquísimas revistas rusas halladas en la biblioteca
w las paredes cubiertas de mantarrayas y escorpiones
x el gol que diego le hizo a los ingleses con la mano
y el gato ofuscado por no saber quien violó y embarazó a la pobre sirvientita revienta el universo a zarpazos y me arrastra hacia el golpe de la mano oscura con anillos de cangrejos rojos, que se apresta a cumplir la orden de mi esposa:





Cuando vi en el espejo a ese ídolo deplorable no sentí repugnancia,
sino más bien una especie de bienvenida. Este también era yo mismo.

(“El Doctor Jekyll y el Señor Hyde” R.L.Stevenson)


QUASIMODOS Y GAVIOTAS
(EL DESTINATARIO)
Sigo sentado frente a la barra del Purple Rain Pub. Miro el informativo de la medianoche, prestándole atención a un anciano que declara haber matado a una desconocida porque la mujer, al observarlo con detenimiento, no le dejó rascarse los testículos. Le sonrío a la pantalla y me trago la mitad de mi segundo vaso de ginebra.
Tengo varios motivos para emborracharme: mis relatos fueron rechazados por las cinco editoriales en las que dejé una copia, Blanca se marchó y ayer, tras perder la totalidad de los muebles en manos de los acreedores, recibí una carta a la que aún no sé si adjetivar como delirante, misteriosa o estúpida.
Me pregunto en qué fallé, e imagino que agarro mi vida de una punta y la pongo del revés. Analizo aciertos, errores, decisiones fáciles, decisiones difíciles, acciones racionales y acciones irracionales. Al cabo de una serie de planteos impiadosos, concluyo que sólo me equivoqué al delinear seis o siete personajes, en no reforzar docenas de argumentos débiles y en encariñarme con alguna que otra frase poco feliz.
Apoyándome en los respaldos de las sillas, me dirijo al baño. Mientras orino, trato de recordar cuando tuve la última erección. Blanca aún estaba en casa, me digo sorprendido. De pronto, me viene a la mente lo que escuché en el informativo. ¿Y si el mozo intentara matarme debido a que ya se pasó la hora del cierre y le estoy impidiendo irse a descansar? La pregunta crucial es: ¿en realidad me importaría? No, me contesto, no demasiado; aunque me aterre la idea del suicidio, que me maten es diferente. ¿Mi obra literaria? Es el desperdicio de un aborto. A Blanca la perdí. Sin rastros. Un mago le hizo tres pases mágicos y la volatilizó delante de mi cara. Es más: pienso que si el cielo y el infierno en verdad existieran, me daría lo mismo cualquiera de los dos. Tampoco despreciaría la nada.
Regreso al salón y me siento con dificultad. Noto que, durante mi ausencia, el mozo apagó el televisor. Dudando, bebo el resto de ginebra aguada que queda en mi vaso y con una seña le pido otra. El mozo me mira con una mezcla de odio y desdén. Como si estuviera a punto de matarme, pienso. Entonces, expectante, le pregunto: “Dígame: ¿a usted, por casualidad, no le estarán picando los huevos?”.
 

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4 Comentarios:

Blogger Martina dijo...

Que lindo que escribís.
Te felicito!!!
Soy una vecina de Necochea.
Me gustaría poder contactar con vos aunque solo sea por email.
Mi hobby es escribir relatos eróticos.
Ojalá me des el placer de poder cruzar palabras con vos.

Saludos desde la localidad de Necochea.
Besos.

22:34  
Blogger Gonzalo Viñao dijo...

Hola Leo, muy buenos los cuentos! Me recomendó tu blog Guillermo Labonia. Soy Gonzalo (nos conocemos de la feria del libro, trabajo para "libros de la arena") Tenía ganas de comentarte algunas cosas ¿me pasas tu mail? el mío es zalo76@gmail.com

13:34  
Anonymous Anónimo dijo...

Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.

07:24  
Anonymous Anónimo dijo...

As I started off my investigate, nevertheless, I noticed a couple of remarks with
regards to the hard-plastic locks staying damaged and I believed
that what sounded just like a layout flaw could well be a deal-breaker for me.


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